martes, 9 de septiembre de 2008

si estuviese despierta

Clásico domingo primaveral de estudiantes del interior en Buenos Aires: en la plaza con mate, bizcochos y resaca. Todo era como debía ser hasta que uno de los tres muchachos divisó en la orilla de la plaza, que se eleva cómo una isla para los náufragos voluntarios del océano de asfalto y hormigón, una joven sirena rubia, pero sin cola de pescado y –para desgracia de todos- con el torso cubierto. Los tres la miraban azorados, mientras ella ingresaba en los verdes prados del parque y armaba campamento a unos 30 metros del suyo. A decir verdad el de ella era un campamento humilde, con tan sólo una mochila, sin mate, sin bizcochos pero con bastante sueño, ya que con la mochila como almohada, se durmió. Todo esto sólo lo seguía uno de los chicos, que por obvias razones se había interesado más en la chica que en la típica charla de clásico domingo primaveral de estudiantes del interior en Buenos Aires.
“Si estuviese despierta, iría a hablarle” tiró, irrumpiendo en la charla ajena. Obviamente basaba toda su premisa en el hecho de que la chica estaba dormida, y no cambiaría su estado. En otras palabras, se hacía el superado con sus amigos, que lo conocían y sabían que no lo haría, pero como ella estaba dormida, no podían obligarlo. Él había sido bien claro: “si estuviese despierta…”
Siguieron charlando de nada, mechando de tanto en tanto el asunto de la timidez/caradurez del destacado del día. En determinado momento, el valiente vio por la esquina de su ojo que la chica se incorporaba sutilmente, sin hacer movimientos bruscos, de ahí que los otros dos no se percataron de ello, no siendo informados de las nuevas por el tercero. Obviamente cinco minutos después se dieron cuenta, y con su honor en juego tuvo que suprimir los 30 metros que los separaban y estar por lo menos 10 minutos hablando con ella, ese era el trato.
Ella lo exhortó con la mirada pero no encontró en su archivo algo que le dijera quien era ese flaco que estaba parado frente a ella y que se esforzaba por decir algo. Sabía él que la primera frase le daría vía libre para los siguientes diez minutos o lo sentenciaría de inmediato; debía ser gracioso, original y no tartamudear, además de demostrar una postura de no-tengo-nada-mejor-que-hacer y como soy cool no me da vergüenza hablar con una desconocida. Todo eso le pasó por la cabeza en el último metro recorrido.
La verdad es siempre la mejor ruta, por lo que le confesó que había querido sobresalir entre sus amigos y que por eso estaba allí. Ella se apiadó del tímido pero gracioso muchacho que había estado dispuesto a vencer su vergüenza. Le concedió los 10 minutos requeridos e hilaron una charla amena. Sólo duró 10 minutos porque ella “justo se estaba yendo”. Cuando regresó a la burda compañía de los suyos, se percató de que no le había pedido el teléfono.

No hay comentarios: