miércoles, 12 de noviembre de 2008

prison break

Interrumpían su doble escolaridad para ir a almorzar a sus casas tres veces por semana, las otras dos tenían gimnasia (o educación física) al mediodía. Una vez culminada la clase y en vez de ir a aprovechar los 45 minutos que les quedaban para el almuerzo, tomaron sus mochilas y caminaron despreocupadamente hacia los álamos que delimitaban el campo de deportes. La institución educativa estaba situada en una chacra en la intersección de dos ciudades vecinas, separadas por un río. El plan era esperar escondidos a que se hiciera la hora de inglés (para asegurarse de no encontrar testigos en su camino), cruzar el puente e ir a las casa de uno de ellos dos, que quedaba relativamente cerca; además sus padres no estaban. Por esas cosas del destino uno de ellos tenía en su mochila ropa distinta al uniforme oficial del colegio, por lo que uno se cambió la remera y el orto el pantalón, para ser menos reconocibles a la distancia (¿que civil se viste con conjunto deportivo azul con vivos verdes?).
No tenían reloj y los celulares sólo los habían visto en Viaje a las Estrellas, por lo que hicieron un humildísimo reloj de sol; humildísimo e inservible. Por suerte uno se acordó que la Directora de Inglés llegaba siempre a las 14:25, en auto. Una vez que ella pasara ya no sólo sabrían la hora sino que serían completamente libres en el trayecto desde el colegio hasta el puente. Los minutos pasaban y la Directora no llegaba. Que larga se hace la espera… que raro que no llegue… ¡Pará, si Miss Edith está de vacaciones!, vámonos ya.
Partieron, sólo debían atravesar un cuadro con manzanos, saltar un alambrado, cruzar la calle y subir la barranca hasta el puente.
Al cuadro lo cruzaron sigilosos, ya se sentían en dominios enemigos necesarios de atravesar antes de llegar a tierra santa. Llegaron a la paradoja de la libertad: el alambrado, que no debía tener más de 2 metros, pero que de elevaba casi como la Torre de Babel.
-Voy yo, cruzo y después vos, ¿dale?
-Dale, soltó bastante nervioso.

Cuando su amigo estaba en el aire, un auto seguido por una nube de polvo y piedras que pasaba fugaz. Se dieron cuenta que no era un auto cualquiera cuando esté clavó los frenos ante tal visión. El rector del colegio le preguntó al saltador qué hacía allí, y con quien estaba. La primera parte de la pregunta no tenía sentido contestarla, y para la segunda trató de inmolarse, pero ni lento ni perezoso y sin ni un solo pelo de tonto en esa tupida barba, el Rector llamó por su apellido al otro prófugo. Lo obligó a saltar el alambrado y los llevó al colegio.
Los interrogó de a uno, y ambos dijeron toda la verdad. Preocupado más por la seguridad de los chicos que por la fuga en sí, los amedrentó con la mirada y los instó a que no se repitiera, a través de un contrato implícito en su mirada.
Los padres nunca se enteraron, pero a partir desde día, los alumnos trataron de obviar la puerta del Rector, no vaya a ser que se acordase de castigarlos.

2 comentarios:

Anónimo dijo...

sunriseee

Anónimo dijo...

jajajjajaja... que buenas epocas.. ahora estamos en otra prision, babilonia..