martes, 13 de noviembre de 2007

lluvia cae

El programa: grupo de Percusión que tocaba en alguna lejana sede de la UBA. Mucha rasta, mucho tatoo, mucha musculosa, buena música, birra barata y unas chicas que ya tenían en vista, de una fiesta anterior. Relampagueaba pero no le dieron importancia porque justo se encontraron con las chicas que habían conocido gracias a la caradurez de uno de ellos en el evento de hace algunas semanas. No era su hábitat, pero supieron adaptarse a la tribu receptora. Cervezas en mano, se dedicaron a ver cómo culminaba el espectáculo musical, que más o menos duró hasta que el cielo hizo un último ademán a desplomarse. ¿Inteligentes? ¿Sabios? ¿Suertudos?... bajó el grupo que estaba tocando y aparecieron los tambores, y con los tambores, al mejor estilo danza de la lluvia con inmediatos resultados, se largó mal. Era una especie de video clip de Ricky Martín donde todos bailan sin darle importancia a la lluvia, al ritmo de los tambores, o como el mejor de los comerciales de alguna cerveza... ropa al cuerpo, pelos empapados, ritmo pegajoso, miradas incipientes... aunque la gente no era tan linda en general. Durante una hora la ducha no se cerró en ningún momento, algunos ingenuos buscaron refugiarse, todos terminaros igualmente empapados. Uno de los sujetos se vio obligado a tomar cartas en el asunto, decidió que era hora de partir; las chicas y su amigo lo escucharon. Salieron dando pasos vacilantes entre charcos y baldosas flojas, con caras diversas. La peor de todas la cargaba una de las chicas. Cuando el poco carismático líder le preguntó a qué se debía, ella le dijo que la ponía de mal humor y triste no saber cómo iba a llegar a su casa. Pesimista, como siempre, él le retrucó, como si fuese lo más natural de mundo, un paradojicamente seco “caminando”. Ella le dijo que estaba loco, que buscaran un taxi, y él se le burló diciéndole que era imposible encontrar un taxi, y que de hallarlo, nunca los subiría en esas condiciones... pero llegaron a la esquina, una lucecita colorada encendía la esperanza. Ella, soñadora, desbarató el cinismo de su compañero extendiendo el brazo y buscando distinguir en el espacio los ojos del chofer, para que le fuese más difícil dejarlos a la deriva. En contra de todos los pronósticos, derrumbando todo lo que se supone son los tacheros, el móvil disminuyó la marcha, y abrió la puerta trasera como una madre que recibe a un hijo con los brazos extendidos, luego de haber pensado que jamás lo volvería a abrazar. Se sentían como náufragos urbanos. Tras el volante estaba, sonriente, Edmundo Achaval, taxista. No solo los llevó hasta el destino, sino que ni siquiera se quejó del estado de los pasajeros, y no escatimó en comentarios divertidos, y en seguirle los chistes a los chicos, que le debian felicidad.

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